viernes, 25 de agosto de 2017

Diálogo de dos ciegos

   Sabe, era como una de esas veces que te despiertas con una patada, ya sabe que siente que se cae.
   Como cuando mira al cielo mucho tiempo y nota que las constelaciones se precipitan sobre usted.
   Nunca he notado eso.
   Una pena.
   Pero lo que le decía podría asemejarse, pero la diferencia es que no era una emoción fuerte pero efímera.
   Me encanta esa palabra, efímera.
   Es poética pero vacía, aun así no era efímero. Era duradero, como si nunca terminases de caer, o como si las constelaciones de las que usted habla cayesen tan fuerte que me atravesasen y luego siguiesen su ciclo, diesen la vuelta y todo volviese a empezar, sin ser posible diferenciar el principio el fin.
   Debió ser aterrador.
   Aterrador pero adictivo y a la vez hermoso.
 

viernes, 18 de agosto de 2017

Rutina

El primer día que nació hubo un esplendoroso júbilo en el hogar. Parecía como si no hubiésemos sido nada hasta  que vimos nacer aquella pequeña criatura. Pero al día siguiente, no la encontrábamos por ninguna parte, la vieja no paraba de decir que cómo la íbamos a encontrar si esa noche no habían abierto los jazmines y entonces entendimos que tenía que volver a nacer. Y así lo hizo, volvió a nacer y el júbilo se apoderó de nuevo del hogar.
La estúpida vieja no dormía, hacía guardia al lado del jazmín, pero no florecía. El presagio era claro, al tercer día no volvía a estar la criatura y tuvimos que volver a esperar a que naciese de nuevo. "Pobre hermanito" pensaba "Está abocado a ser arrebatado del vientre de su madre cada día". El júbilo disminuía cada día que nacía mi hermano. El proceso asintótico parecía no terminar, hasta que una noche salí a ver si florecían los jazmines, la vieja dormía por primera vez. Allí suplí su guardia cuando vi que por fin florecían los jazmines. Al día siguiente aquella criatura nacía, la vieja moría, y por fin, ambos lo hacían para siempre.

miércoles, 12 de julio de 2017

Mi viejo amigo

   Había una liebre que sabía contar historias. Al menos una, siempre repetía la misma. Iba por la mañana a la plaza del pueblo, montaba su atril, y desde ahí intentaba hacer llegar a todos los animales su historia. Pero nada más verla todos se iban. La liebre no lo entendía, pero es que siempre contaba la misma historia. Entre el resto de animales se rumoreaba que la liebre sufría de algún tipo de demencia típica de las cabras con las que se había criado.
   El día en que la liebre se dignó a preguntarle a un búfalo por qué todos huían, el búfalo respondió:
   -Es que siempre cuentas la misma historia.
   La liebre quedó atónita, seguía sin entender por qué nadie la escuchaba.
   -¿Pero a caso os habéis parado alguna vez a escucharla? -preguntó al búfalo-.
   -No, nadie la ha escuchado, pero por qué habríamos de escucharla si es siempre lo mismo.
   La liebre seguía sin entender nada. Pero cuando volvió con su atril, se dio cuenta de que no todos huían, sino que el búfalo se quedó esperando a escuchar la historia. Era una fábula sobre humanos, y algo que ellos llamaban, amor. También le pareció triste al búfalo, aunque no entendía por qué los humanos no mataban a 'enfermedad' con todas las armas de las que disponían.
   Aunque no entendió mucho de la fábula, algo lo hipnotizó. Era el único animal en haber oído esa historia. Y nadie más la podría oír, al menos de la misma forma en la que la había escuchado él. Y ya no quería que la liebre contase más historias en la plaza, quería que se las contase solo a él. No las entendía, y eran lo mismo de siempre. Pero lo que hace única a una historia no tiene por qué ser su originalidad, sino puede ser el momento en que la escuchaste o quién te la contó. Y aunque el búfalo era consciente de que la monotonía se podría estar apoderando de aquellas historias, no le importaba, y no le importaría jamás, pues con quien pasaba su rutina era con quien en su día se la rompió e hizo que se sintiera el único animal de la Tierra.