sábado, 16 de marzo de 2013

El Orgullo Es para Siempre

   No podía evitar que la voz de aquél juez le recordase la verdad sobre el arrepentimiento.
  Hubo una época, en que los valores de la vida no se daban a conocer lo bastante bien a las generaciones venideras, y las personas nacían y morían con dieciséis años.
   Alberto en estas situaciones, con el descontento de su padre y el amor de su madre por otro lado, tuvo que sobrevivir a su infancia como pudo. El aumento de responsabilidades y el cambio de prioridades que tuvieron los padres a su nacimiento, no fueron suficientes para que un día, ya con casi treinta años, Alberto aceptase jugar a los “chicos malos”.
   Alberto comenzó a mendigar por las calles justo después de perder el contacto con su amigo Mario y en el momento que se dio cuenta de que prefería pasar hambre, que volver a su casa con aquellos padres que le tocaron. Si al menos le hubieran enseñado a perdonar, hubiera podido ser un poco más tolerante con ellos.
   No supo por qué perdió la amistad con Mario, cosas de críos quizá, pero muchos años después, frente al juez, de Mario fue de la única persona que se acordó. Mario fue quien se lo propuso. Alberto no tuvo elección. Se avecinaba el invierno más frío de los últimos años, y en la calle se pasaría mal.
   Muchas ganancias, pocas pérdidas. Si todo se hacía con cuidado, nada debería de resultar mal. Así lo explicó Mario. Los sistemas de seguridad del banco de la ciudad se encontraban en proceso de renovación, y por eso mismo, las viejas alarmas y cámaras de seguridad se llevaban al desguace. Los nuevos dispositivos deberían de haber sido instalados a tiempo y haber llegado antes de desinstalar los viejos. Pero fue el propio Mario el que detuvo el camión a cambio de un puñado de euros.
   No se comunicó debidamente a los operarios del retraso (cosas propias de la burocracia) y éstos se llevaron las alarmas dejando desprotegido el banco durante un día. Solamente Mario conocía lo que estaba ocurriendo en el banco. Sería de tontos desperdiciar una ocasión así. No dudó un solo momento pues, en pedir ayuda a aquel pobre mendigo que en los años que fueron amigos, le demostró lo inteligente que era.
Los años ya se aposentaban sobre la iglesia, como lo hacían las golondrinas, construyendo sus nidos entre las centenarias piedras lamidas por el tiempo. Aquí mendigaba Alberto todos los domingos. Para Mario fue fácil encontrarlo.
   Mario dio un poco de limosna, y Alberto lo reconoció. Tras explicarle el plan, Alberto se imaginó como podría ser su vida si todo saliese bien. Un portazo en las narices de sus padres, una muestra de como se puede salir adelante a pesar de la “educación del miedo” que recibió.
   -¿Por qué pensaste en mí? -preguntó Alberto.
   -Porque considero que eres una persona que no tienes nada que perder, pero sí mucho que ganar.
   Quizá la realidad estuviera muy lejos de las suposiciones que rondaban en la mente de Mario. No hubo dudas, no hubo miramientos ni rodeos. Llegó el día y los dos se reunieron. Mario le tendió una pistola. Alberto la cogió con mucho cuidado y con las manos temblorosas.
   -¿Por qué haces esto? -preguntó Alberto.
   Mario llegó a comprender la pregunta. Miró a Alberto. Era un pobre mendigo empapado en sudor y angustia. Mario era por el contrario, un empresario de éxito.
   -Por la adrenalina -respondió al fin.
   Mario explicó a continuación a Alberto el protocolo a seguir. Hizo sobre todo hincapié en cuando debía usar el arma. Se montaron en el coche. Alberto no se atrevía a hablar. Nunca había tenido tiempo de ponerse a pensar si realmente existiría algún Dios. “Ojalá fuese así” pensó, “pues él sabrá que hago esto para poder vivir”. La verdad es que sin arrebato de amor se carece del sentimiento de lo que es justo.
   Alberto quería saber, ¿era la primera vez que Mario hacía aquello? ¿Por qué hay necesidad del mal si no es para la propia subsistencia? Y es que Alberto, antes de conocer el daño que le estaban haciendo sus padres, siempre soñó con una vida verdaderamente diferente al infierno en el que vivía.
   La educación del miedo encubierto en caricias y deshonestas muestras de apoyo, no funcionó con él. Sin creencias religiosas, sin inclinaciones políticas, sin haber conocido el amor en su vida, todos estos pensamientos se le venían a la cabeza cuando pensaba en la educación que había recibido. Se sintió una persona totalmente vacía en el momento en que el coche aparcó al lado del banco.
   “Siempre suele haber un machito, que intentará pararnos los pies en un forcejeo cuando sembremos el pánico, es justo entonces cuando debes disparar”. Esas fueron las últimas palabras del cabecilla.
    Alberto entró en el banco con el corazón en el mismo puño que la pistola. Como si lo hubiera visto escrito en algún lugar, nada más entrar, un hombre se tiró a las piernas de Mario derribándolo, Alberto quedó paralizado unos instantes. Sabía perfectamente cuál era la orden que debía cumplir.
   Alberto hizo lo que le fue ordenado. Aquella bala apartó la poca esperanza que tenía su vida. Pues el reguero de sangre que allí discurría se tradujo en la incertidumbre, y más tarde en el arrepentimiento. Vio en blanco los naipes de su porvenir. Había matado un hombre.
   Alberto no pudo más. Dejó caer la pistola, sabiendo la que se le venía encima. Mario le gritó que cogiera el arma, que estaba hecho, pues ya les estaban cargando el dinero tras ver que las alarmas no funcionaban.
   Pero no. Alberto sabía que no saldría de aquella. Salió por la puerta, decidido a entregarse. Creyó que la sinceridad le daría una tregua ante sus errores. Su padre no le explicó la falsedad de estos mitos.
  Los numerosos juicios siguientes hicieron que la voz del juez quedase ligada a la verdad sobre el arrepentimiento. No se hubiera arrepentido de haber salido de allí con Mario y el dinero. Sabía que hizo lo correcto al entregarse, pero eso no le quitaba la culpa de haber apretado el gatillo.
   Pensaba no tener nada que perder. Comprendió que no era así. Le quedaba algo, que como decía su madre, es inherente en los hombres por el simple hecho de haber nacido. La libertad. Pues ya no podría vivir con la esperanza de un posible mejor mañana. Iba a ser ejecutado. Ni sinceridad, ni arrepentimiento, ni ser una simple marioneta del verdadero autor del crimen le sirvieron.
   Qué pude haber sido y qué no fui. Todo, esa era la verdad para Alberto, todo. Se daba cuenta de que quizá no fuese una persona tan vacía como pensaba. Estaba lleno de sueños e ilusiones, que al fin y al cabo, era de lo que vivía.
   No quedaba ya ni siquiera ilusión de venganza, pues no sabía de quien vengarse. De Mario, estaba claro que no. Le deseaba la mayor suerte, aunque fuera el mismo Lucifer. De su padre, le seguía pareciendo la maldad y el auténtico asesino de la víctima del crimen. Alberto comprendía lo difícil que es que todo vaya contra uno mismo. Era él el que iba contra el mundo
   Que su padre quisiese hacerse el duro, no era una excusa para educarle en el miedo. Lo sentía en el fondo, pero no eran suficientes los recuerdos buenos que tenía como para perdonar a su padre. No quedaba esfuerzo que hacer. La decisión fue tomada, moriría con el odio por dentro.
   El pacto quedó roto. Hacía años que él mismo se había prometido no recordar su infancia, para no amargarse la vida. Pero en aquél momento lo recordaba, lo que más. Una sola muestra sincera de apoyo, eso era lo único que hubiera pedido. No eran suficientes los recuerdo buenos que tenía de su padre como para perdonarle. “Uno más, y equilibrarás la balanza”.
   Encaminándose cabizbajo hacia la sala de ejecución, dejando el corazón y el alma en la celda para que permaneciesen para siempre en ese mundo que él tradujo en un infierno, esperaba ver a su padre con alguna lágrima en los ojos. “Estás a tiempo padre, con una lágrima o con una sonrisa que me diga que el orgullo no es antónimo de humildad, que para un hijo, la palabra orgullo puede significar el mayor regalo por parte de un padre”, pensó.
   No fue así. El padre de Alberto lo miraba impasible, con la mano de su mujer, cogida fuertemente. Era como si su padre no tuviese nada que decirle, como si ya estuviera todo hecho. Vio entonces Alberto, a los padres de la víctima, contentos con la justicia. “Deberían de saber que el hombre que se sienta cerca de ellos es realmente quien debería estar en mi lugar” pensó.
   Días más tarde, durante las tardes mudas en la casa de los progenitores de Alberto, el padre contemplaba pensativo la carta que de tanta duda empezaba a descomponerse. A pesar de que todo había ocurrido ya, no podía quitarse de la cabeza la idea de que hubiera hecho mal en no enviarla. Debería de convivir con esa incertidumbre que solo le hacía mal.
   -Maravillosas, -le dijo su mujer, al verlo tan desquiciado junto a la carta- pero al fin y al cabo, solo son simples palabras. No habrías conseguido recuperar en tan pocas líneas lo que perdiste hace veinte años, cuando marcaste a nuestro hijo con la señal del descontento. De haberla enviado, nuestro hijo habría muerto creyéndote, además de todo, un hipócrita.
   Te mentiría hijo si te dijese que esto no es una disculpa. Los años han pasado y sabes perfectamente que el tiempo no cura, envenena. Ya pasaron nuestros mejores momentos. Sinceridad, creo que me faltó hijo. Apoyos que nos engañaban a ti y a mí. Creí que te hacía bien, creí que te hacía bien hijo. Es de tontos creer que en estos momentos lo que esperas son unas palabras del demonio que acabó con tu vida. Pero es típico en los de mi condición querer exculparnos en los últimos momentos. Creo que la sinceridad da una tregua ante los errores, ¿no lo crees tú también?
  Que el homicidio sea algo secundario para ti. Fui yo quien lo maté. De haberte enseñado a perdonar, nada hubiera ocurrido. ¿Tú madre lo hacía verdad? Era ella quien te daba el cariño necesario que un hijo necesita. Pero ahora me doy cuenta de que necesitabas las dos partes. Hijo, tranquilo, tienes todo el derecho del mundo a odiarme pero quiero que sepas que mi orgullo es para siempre.

(Ganador del concurso de Álvarez Cubero en categoría A)