El seis de septiembre de 2007,
coincidiendo con la muerte del genio ignorante, Leonardo cortó la primera
madera para fabricar su ataúd. El cortar esa madera, el sucumbir a tal punto no
había sido fácil. Los condicionantes de tal decisión, se iniciaron en el
momento que supo qué quería en su vida y culminaron con una duda, cuya
respuesta asolaría su cordura. Pero contémoslo tranquilamente, pues estas
palabras no se van a escapar, tranquilo.
Conocerla a ella fue para él el convencimiento de que nunca estaría
completo y que moriría intentando llenar su vida. Una vida que había pasado
reprimiendo sus sentimientos e inquietudes y tragando prejuicios suyos y
ajenos. Pero fue con ella, cuando todo brotó y él mismo se sorprendió de lo que
guardaba dentro.
Esperó hasta estar seguro, y estuvo seguro de estarlo porque ella sería
la única y lo que sentía por ella, lo único que no podría reemplazar en su
vida, por mucho que lo intentase.
Leonardo rechazó la respuesta. De haber sido un sí se hubiese lamentado
toda la vida por no haber luchado más. De haber sido no, no podría haber vivido
con el fracaso a sus pies. Se lo dijo como información, para que supiese que
donde quiera que estuviese Leonardo, éste la estaría amando. Pero en la vida
había más cosas a parte de su voluntad.
Él se iba y no quería saber nada más de ese pueblo de locos. Ella en
cambio no permitiría callarse, ¿qué era esa locura de no aceptar una respuesta?
No la quiso escuchar, pero ella le gritó que sí. Y llegaron las dudas.
No quería perder la oportunidad de estar con ella por tener que irse.
Pero eso tocaba, no sería tan inmaduro de no obedecer a la razón. Así que quedó
con ella la última noche que tenía pensado verla.
Tras una noche fantástica, llena de lágrimas y tabúes, no solo no podía
dormir, tampoco podía estar despierto. Se derrumbaba, quería desaparecer,
quería convencerse de que no lamentaría esa decisión de por vida, pero no
podía.
Al día siguiente fue a verla, para sorpresa de ambos. La convenció, la
convenció de que el tiempo que estaría fuera sería solo el necesario y que
cuando volviese, podrían estar juntos y ningún Dios, en los que no creían,
podría separarlos.
Leonardo llevaba esperando para aquella oportunidad mucho tiempo,
demasiado. Desde que terminó su carrera siendo el más cualificado y con varios
masteres en su materia, no había conseguido una sola oferta de trabajo. Pero
ahora, desde la ciudad, le ofrecían la oportunidad de investigar, desarrollarse
como profesional y como persona, ganando más dinero de el que podía gastar,
pero eso sí, solo durante un año.
Un año que marcaría su vida. A su partida se prometió, que no la
llamaría, que no avivaría su recuerdo y que aquello sería un paréntesis para
luego volver a su pueblo, el que lo vio nacer y el que lo vio crecer.
Los primeros días parecían imposibles. Se sentía como se sintió la noche
que cambió de opinión. Parecía que, aunque todo volvería a estar bien y
recuperaría su estabilidad en tan solo un año, no conseguía sentirse realmente
acertado con sus decisiones.
Trabajaba en lo que realmente le apasionaba y las horas en el
laboratorio con sus compañeros, conseguía evadirse un poco. El problema era al
caer la noche. No podía dormir, no podía estar despierto, su inquietud no era
depresión, no tenía ganas de llorar.
Hizo amigos. Salía con ellos todos fines de semana. Ya parecía más
acostumbrado, cuando llegó la Navidad. No
fue una Navidad mala, la pasó con sus nuevos amigos como una panda de
quinceañeros, mientras sus preocupaciones se apaciguaban.
Parecía una vida estable, ya no estaba inquieto y pensaba en el fin de
su año allí con ganas, mientras ella hacía lo mismo. Pero una noche de sábado
cuando regresaba a casa, y se acostó, soñó con ella. Las inquietudes volvieron.
No podía imaginar el medio año que le quedaba aún por delante. Echaba de menos
todo, toda su vida en general. Allí, donde estaba ahora, veía pocas
responsabilidades, demasiada libertad. Y es que, la libertad es una herramienta
tan poderosa, que es necesario controlarla.
No se perdonaría nunca, durante su pérdida de cordura, haber olvidado su
nombre. Ella desde el pueblo, lo esperaba, pensando en lo extraño, pero también
en lo bueno de la situación. El tiempo pasaba y faltaban ya pocas semanas para
que se volviesen a encontrar.
Leonardo trabajaba las mañanas calurosas de verano, absorto, y, por
primera vez en su vida desde que nació o desde que tenía uso de la razón,
estaba feliz. Todos los años de su vida habían sido demasiado fallidos, siempre
cometía algún error, algo pasaba que amargaba su vida. Pero ahora, tenía el
conocimiento y la certeza racional de que había conseguido satisfacer a su
razón y a lo que realmente deseaba, y que el seis de septiembre, a su vuelta,
volvería a ser feliz y ahora, no habría nada que pudiera impedirle disfrutar
por primera vez de su vida.
Pasó la última noche, sin dormir, con su ya conocida, sensación de
inquietud, la de los momentos de decadencia, pero que ahora era por alegría e
impaciencia. Tomó el tren, ese tren le hizo recodar un sueño que tuvo hacía
días, en el cual, frágiles y coloridas flores dejaban pasar, en secreto, un
tren que las llevaba ante ellas mismas y les daba la oportunidad de hacer un
pacto. Un pacto, de que no les importase vivir entre árboles verde homogéneo.
Dejaban pasar el tren, pues la consecuencia de romper el pacto, sería la
infelicidad total.
Aquel tren, en el que iba sentado Leonardo, era demasiado lento.
Necesitaba llegar ya, necesitaba bajarse de aquel tren, tirar las maletas e ir
corriendo a buscarla para ser feliz, por fin, pues ahora sí, ahora sí que se
sentiría feliz.
Por fin iba a verle. Por fin iba a ver a aquel hombre que la había
cautivado y que recordaba, como un hombre que tenía tanto que ofrecer…
Así que, Leonardo fue a casa de ella. Y ella esperó a su amado. Tocó en
el timbre y ella salió a recibirle. Leonardo vio a la persona que esperaba, la
encarnación de la belleza y la personificación de un ángel. Ella, sin embargo,
a un pobre hombre con problemas arrastrados desde la infancia que mucho distaba
de la imagen que había formado durante este año.
Y aquí señores, imaginen. Bach hubiese escrito su acorde de sexta
napolitana en este punto, pues ella, con un leve gesto de la mano lo apartó de
su vida para siempre.
-Nada, olvídelo –dijo.
Como todo acorde se sexta
napolitana, Bach no hubiese terminado aquí un coral. Es necesario resolver la
tensión en una menor y por último, resolver en cadencia auténtica perfecta.
Pero esto no es un coral de Bach, aunque recuerde al número 91 y 37.
Leonardo escuchó las disonancias, sintió lo mismo que el protagonista de
una conocida ópera de transición (y primera vez que sonó este acorde) cuando
vio salir a su hija de la casa, la cual debía matar. Leonardo no pudo hablar y
ella, tras un beso de compasión (que Dios nos libre de ella) y una subida de
hombros que sustituyeron a un “¿qué quieres que haga?” cerró su puerta y la del
corazón de Leonardo, para siempre.
No sabía como afrontarlo, aquello no solo significaba que ahora tampoco
podría ser feliz, sino que nunca más podría a alcanzar la plenitud, ni volver a
dormir, ni volver a estar despierto, a acusa de los recuerdos. Que si no había
conseguido la felicidad ahora, nunca la alcanzaría.
Y en vez de achacarlo al orden justo y a la facilidad de algunas
personas para crear falsas expectativas, decidió cortar la primera madera para
su ataúd, mientras perdía su cordura e intentaba responderse a la pregunta de
quién era o eran los culpables de que nunca consiguiese ser feliz.
Porque ni siquiera con el éxito lo sería, y quizá si ella hubiese sido
más realista y él no hubiese llegado a cortar aquella madera, tampoco hubiese
sido feliz. Creyó haber satisfecho a la razón y al deseo por igual. ¿Quizá fue
por esto? ¿Debía haber sacrificado su futuro éxito profesional por intentar
conseguir la felicidad?
Se respondió que sí, y ya casi un año después cuando estaba cortando la
última madera de su ataúd concluyó en la cuestión, cuya respuesta acabó con lo
poco que quedaba de él. ¿Por qué era así? ¿Por qué no era capaz de ser feliz?
Él era una mitad la educación de sus padres y la otra, sus genes, los
cuales también habían sido dados en herencia por sus progenitores. No podía
luchar contra sí mismo si realmente no existía. No era nadie, no existía nada
que lo hiciese único e irrepetible. Se quitó la dignidad moral y la dejó dentro
del ataúd.
Luego tomó sus ideales que ya no sabía ni tan siquiera cuales eran, pero
que cuando fue un adolescente, sí que fueron muy importantes para él.
Entonando Moonlight Sonata de Beethoven, tomo el cianuro de oro, para
tener una muerte al estilo de García Márquez, y lo disolvió en agua para luego
ingerirlo. Esperó al lado de su ataúd a que hiciera efecto, mientras llamaba a
sus padres.
-Papá ahora no lo entenderás, pero he dejado una carta, breve, pero
extensa en contenido que lo explica todo. Tranquilo, no ha sido un acto
inmaduro. Para ahorraros molestias el ataúd no tendréis que pagarlo.
Colgó sin dar tiempo a respuesta, se introdujo en el ataúd y, después de
eso, se lamentó no haber creído en Dios, pues la paz y la dicha que experimentó
no podía ser propia de mortales.
Desearía no haber nacido. No soy
persona para pertenecer a este mundo. Ni vosotros tampoco. Vas a vivir ochenta
años, los cuales podrás pasar intentando que tu vida pase a posteridad o, por
otra parte, ser feliz. El problema es
que, cuando ha sido inculcado que el éxito es la fórmula de la felicidad… ¡Es
tan difícil pensar de otra manera!
Siento no recordar tu nombre, es que mi
mente ha desfallecido y mis articulaciones tiemblan, pues hay un tarro de
cianuro de oro que me mira deseoso de ser usado. En cualquier caso, no eres la
culpable de esto. Te doy las gracias. Te doy mil gracias por hacerme ver que el
mundo no está hecho para infelices como yo. Y que sepas que mientras el veneno
esté recorriendo mi cuerpo, tu imagen, tu voz y tu recuerdo será lo único que
estará en mi mente.
Ojalá no hubiese nacido. La gente nace y
muere sin ideales, sin plantearse nada, sin creer que el todo es un todo y dedicando
su vida a vivir el momento. Como los envidio.
No lloréis por mi, papá y mamá. La muerte es
mejor que el sufrimiento y aunque ahora os sintáis tristes, algún día
comprenderéis que, hubiese sido peor para mí seguir vivo.
Ojalá existiesen unas pautas para ser feliz.
Unas pautas que fuesen reales. Pero no las hay, ¿saben por qué? Por que
realmente no existe, porque si verdaderamente creen ser felices están fumando
sobre un barril de pólvora.
Esta obra debe resolver… ¿Entienden que debe
resolver? El acorde de sexta napolitana fue hace un año y me encuentro en la
segunda parte de la sexta/cuarta cadencial. Hay mucha direccionalidad, la
séptima quiere descender y la sensible no va a quedar suspendida sin llegar a
la tónica.
Ya resuelve, ha llegado la cadencia
auténtica perfecta.
Ojalá nunca hubiese nacido.
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