miércoles, 23 de abril de 2014

El Acorde de Sexta Napolitana


   El seis de septiembre de 2007, coincidiendo con la muerte del genio ignorante, Leonardo cortó la primera madera para fabricar su ataúd. El cortar esa madera, el sucumbir a tal punto no había sido fácil. Los condicionantes de tal decisión, se iniciaron en el momento que supo qué quería en su vida y culminaron con una duda, cuya respuesta asolaría su cordura. Pero contémoslo tranquilamente, pues estas palabras no se van a escapar, tranquilo.
   Conocerla a ella fue para él el convencimiento de que nunca estaría completo y que moriría intentando llenar su vida. Una vida que había pasado reprimiendo sus sentimientos e inquietudes y tragando prejuicios suyos y ajenos. Pero fue con ella, cuando todo brotó y él mismo se sorprendió de lo que guardaba dentro.
   Esperó hasta estar seguro, y estuvo seguro de estarlo porque ella sería la única y lo que sentía por ella, lo único que no podría reemplazar en su vida, por mucho que lo intentase.
   Leonardo rechazó la respuesta. De haber sido un sí se hubiese lamentado toda la vida por no haber luchado más. De haber sido no, no podría haber vivido con el fracaso a sus pies. Se lo dijo como información, para que supiese que donde quiera que estuviese Leonardo, éste la estaría amando. Pero en la vida había más cosas a parte de su voluntad.
   Él se iba y no quería saber nada más de ese pueblo de locos. Ella en cambio no permitiría callarse, ¿qué era esa locura de no aceptar una respuesta? No la quiso escuchar, pero ella le gritó que sí. Y llegaron las dudas.
   No quería perder la oportunidad de estar con ella por tener que irse. Pero eso tocaba, no sería tan inmaduro de no obedecer a la razón. Así que quedó con ella la última noche que tenía pensado verla.
  Tras una noche fantástica, llena de lágrimas y tabúes, no solo no podía dormir, tampoco podía estar despierto. Se derrumbaba, quería desaparecer, quería convencerse de que no lamentaría esa decisión de por vida, pero no podía.
   Al día siguiente fue a verla, para sorpresa de ambos. La convenció, la convenció de que el tiempo que estaría fuera sería solo el necesario y que cuando volviese, podrían estar juntos y ningún Dios, en los que no creían, podría separarlos.               
   Leonardo llevaba esperando para aquella oportunidad mucho tiempo, demasiado. Desde que terminó su carrera siendo el más cualificado y con varios masteres en su materia, no había conseguido una sola oferta de trabajo. Pero ahora, desde la ciudad, le ofrecían la oportunidad de investigar, desarrollarse como profesional y como persona, ganando más dinero de el que podía gastar, pero eso sí, solo durante un año.
   Un año que marcaría su vida. A su partida se prometió, que no la llamaría, que no avivaría su recuerdo y que aquello sería un paréntesis para luego volver a su pueblo, el que lo vio nacer y el que lo vio crecer.
   Los primeros días parecían imposibles. Se sentía como se sintió la noche que cambió de opinión. Parecía que, aunque todo volvería a estar bien y recuperaría su estabilidad en tan solo un año, no conseguía sentirse realmente acertado con sus decisiones.
   Trabajaba en lo que realmente le apasionaba y las horas en el laboratorio con sus compañeros, conseguía evadirse un poco. El problema era al caer la noche. No podía dormir, no podía estar despierto, su inquietud no era depresión, no tenía ganas de llorar.
   Hizo amigos. Salía con ellos todos fines de semana. Ya parecía más acostumbrado, cuando llegó la Navidad. No fue una Navidad mala, la pasó con sus nuevos amigos como una panda de quinceañeros, mientras sus preocupaciones se apaciguaban.
   Parecía una vida estable, ya no estaba inquieto y pensaba en el fin de su año allí con ganas, mientras ella hacía lo mismo. Pero una noche de sábado cuando regresaba a casa, y se acostó, soñó con ella. Las inquietudes volvieron. No podía imaginar el medio año que le quedaba aún por delante. Echaba de menos todo, toda su vida en general. Allí, donde estaba ahora, veía pocas responsabilidades, demasiada libertad. Y es que, la libertad es una herramienta tan poderosa, que es necesario controlarla.
   No se perdonaría nunca, durante su pérdida de cordura, haber olvidado su nombre. Ella desde el pueblo, lo esperaba, pensando en lo extraño, pero también en lo bueno de la situación. El tiempo pasaba y faltaban ya pocas semanas para que se volviesen a encontrar.
   Leonardo trabajaba las mañanas calurosas de verano, absorto, y, por primera vez en su vida desde que nació o desde que tenía uso de la razón, estaba feliz. Todos los años de su vida habían sido demasiado fallidos, siempre cometía algún error, algo pasaba que amargaba su vida. Pero ahora, tenía el conocimiento y la certeza racional de que había conseguido satisfacer a su razón y a lo que realmente deseaba, y que el seis de septiembre, a su vuelta, volvería a ser feliz y ahora, no habría nada que pudiera impedirle disfrutar por primera vez de su vida.
   Pasó la última noche, sin dormir, con su ya conocida, sensación de inquietud, la de los momentos de decadencia, pero que ahora era por alegría e impaciencia. Tomó el tren, ese tren le hizo recodar un sueño que tuvo hacía días, en el cual, frágiles y coloridas flores dejaban pasar, en secreto, un tren que las llevaba ante ellas mismas y les daba la oportunidad de hacer un pacto. Un pacto, de que no les importase vivir entre árboles verde homogéneo. Dejaban pasar el tren, pues la consecuencia de romper el pacto, sería la infelicidad total.
   Aquel tren, en el que iba sentado Leonardo, era demasiado lento. Necesitaba llegar ya, necesitaba bajarse de aquel tren, tirar las maletas e ir corriendo a buscarla para ser feliz, por fin, pues ahora sí, ahora sí que se sentiría feliz.
   Por fin iba a verle. Por fin iba a ver a aquel hombre que la había cautivado y que recordaba, como un hombre que tenía tanto que ofrecer…
   Así que, Leonardo fue a casa de ella. Y ella esperó a su amado. Tocó en el timbre y ella salió a recibirle. Leonardo vio a la persona que esperaba, la encarnación de la belleza y la personificación de un ángel. Ella, sin embargo, a un pobre hombre con problemas arrastrados desde la infancia que mucho distaba de la imagen que había formado durante este año.
  Y aquí señores, imaginen. Bach hubiese escrito su acorde de sexta napolitana en este punto, pues ella, con un leve gesto de la mano lo apartó de su vida para siempre.
   -Nada, olvídelo –dijo.
Como todo acorde se sexta napolitana, Bach no hubiese terminado aquí un coral. Es necesario resolver la tensión en una menor y por último, resolver en cadencia auténtica perfecta. Pero esto no es un coral de Bach, aunque recuerde al número 91 y 37.
   Leonardo escuchó las disonancias, sintió lo mismo que el protagonista de una conocida ópera de transición (y primera vez que sonó este acorde) cuando vio salir a su hija de la casa, la cual debía matar. Leonardo no pudo hablar y ella, tras un beso de compasión (que Dios nos libre de ella) y una subida de hombros que sustituyeron a un “¿qué quieres que haga?” cerró su puerta y la del corazón de Leonardo, para siempre.
   No sabía como afrontarlo, aquello no solo significaba que ahora tampoco podría ser feliz, sino que nunca más podría a alcanzar la plenitud, ni volver a dormir, ni volver a estar despierto, a acusa de los recuerdos. Que si no había conseguido la felicidad ahora, nunca la alcanzaría.
   Y en vez de achacarlo al orden justo y a la facilidad de algunas personas para crear falsas expectativas, decidió cortar la primera madera para su ataúd, mientras perdía su cordura e intentaba responderse a la pregunta de quién era o eran los culpables de que nunca consiguiese ser feliz.
   Porque ni siquiera con el éxito lo sería, y quizá si ella hubiese sido más realista y él no hubiese llegado a cortar aquella madera, tampoco hubiese sido feliz. Creyó haber satisfecho a la razón y al deseo por igual. ¿Quizá fue por esto? ¿Debía haber sacrificado su futuro éxito profesional por intentar conseguir la felicidad?
   Se respondió que sí, y ya casi un año después cuando estaba cortando la última madera de su ataúd concluyó en la cuestión, cuya respuesta acabó con lo poco que quedaba de él. ¿Por qué era así? ¿Por qué no era capaz de ser feliz?
   Él era una mitad la educación de sus padres y la otra, sus genes, los cuales también habían sido dados en herencia por sus progenitores. No podía luchar contra sí mismo si realmente no existía. No era nadie, no existía nada que lo hiciese único e irrepetible. Se quitó la dignidad moral y la dejó dentro del ataúd.
   Luego tomó sus ideales que ya no sabía ni tan siquiera cuales eran, pero que cuando fue un adolescente, sí que fueron muy importantes para él.
   Entonando Moonlight Sonata de Beethoven, tomo el cianuro de oro, para tener una muerte al estilo de García Márquez, y lo disolvió en agua para luego ingerirlo. Esperó al lado de su ataúd a que hiciera efecto, mientras llamaba a sus padres.
   -Papá ahora no lo entenderás, pero he dejado una carta, breve, pero extensa en contenido que lo explica todo. Tranquilo, no ha sido un acto inmaduro. Para ahorraros molestias el ataúd no tendréis que pagarlo.
   Colgó sin dar tiempo a respuesta, se introdujo en el ataúd y, después de eso, se lamentó no haber creído en Dios, pues la paz y la dicha que experimentó no podía ser propia de mortales.
   Desearía no haber nacido. No soy persona para pertenecer a este mundo. Ni vosotros tampoco. Vas a vivir ochenta años, los cuales podrás pasar intentando que tu vida pase a posteridad o, por otra parte,  ser feliz. El problema es que, cuando ha sido inculcado que el éxito es la fórmula de la felicidad… ¡Es tan difícil pensar de otra manera!
   Siento no recordar tu nombre, es que mi mente ha desfallecido y mis articulaciones tiemblan, pues hay un tarro de cianuro de oro que me mira deseoso de ser usado. En cualquier caso, no eres la culpable de esto. Te doy las gracias. Te doy mil gracias por hacerme ver que el mundo no está hecho para infelices como yo. Y que sepas que mientras el veneno esté recorriendo mi cuerpo, tu imagen, tu voz y tu recuerdo será lo único que estará en mi mente.
   Ojalá no hubiese nacido. La gente nace y muere sin ideales, sin plantearse nada, sin creer que el todo es un todo y dedicando su vida a vivir el momento. Como los envidio.
   No lloréis por mi, papá y mamá. La muerte es mejor que el sufrimiento y aunque ahora os sintáis tristes, algún día comprenderéis que, hubiese sido peor para mí seguir vivo.
   Ojalá existiesen unas pautas para ser feliz. Unas pautas que fuesen reales. Pero no las hay, ¿saben por qué? Por que realmente no existe, porque si verdaderamente creen ser felices están fumando sobre un barril de pólvora.
   Esta obra debe resolver… ¿Entienden que debe resolver? El acorde de sexta napolitana fue hace un año y me encuentro en la segunda parte de la sexta/cuarta cadencial. Hay mucha direccionalidad, la séptima quiere descender y la sensible no va a quedar suspendida sin llegar a la tónica.
   Ya resuelve, ha llegado la cadencia auténtica perfecta.
   Ojalá nunca hubiese nacido.

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