No
podía evitar que la voz de aquél juez le recordase la verdad sobre
el arrepentimiento.
Hubo
una época, en que los valores de la vida no se daban a conocer lo
bastante bien a las generaciones venideras, y las personas nacían y
morían con dieciséis años.
Alberto
en estas situaciones, con el descontento de su padre y el amor de su
madre por otro lado, tuvo que sobrevivir a su infancia como pudo. El
aumento de responsabilidades y el cambio de prioridades que tuvieron
los padres a su nacimiento, no fueron suficientes para que un día,
ya con casi treinta años, Alberto aceptase jugar a los “chicos
malos”.
Alberto
comenzó a mendigar por las calles justo después de perder el
contacto con su amigo Mario y en el momento que se dio cuenta de que
prefería pasar hambre, que volver a su casa con aquellos padres que
le tocaron. Si al menos le hubieran enseñado a perdonar, hubiera
podido ser un poco más tolerante con ellos.
No
supo por qué perdió la amistad con Mario, cosas de críos quizá,
pero muchos años después, frente al juez, de Mario fue de la única
persona que se acordó. Mario fue quien se lo propuso. Alberto no
tuvo elección. Se avecinaba el invierno más frío de los últimos
años, y en la calle se pasaría mal.
Muchas
ganancias, pocas pérdidas. Si todo se hacía con cuidado, nada
debería de resultar mal. Así lo explicó Mario. Los sistemas de
seguridad del banco de la ciudad se encontraban en proceso de
renovación, y por eso mismo, las viejas alarmas y cámaras de
seguridad se llevaban al desguace. Los nuevos dispositivos deberían
de haber sido instalados a tiempo y haber llegado antes de
desinstalar los viejos. Pero fue el propio Mario el que detuvo el
camión a cambio de un puñado de euros.
No se
comunicó debidamente a los operarios del retraso (cosas propias de
la burocracia) y éstos se llevaron las alarmas dejando desprotegido
el banco durante un día. Solamente Mario conocía lo que estaba
ocurriendo en el banco. Sería de tontos desperdiciar una ocasión
así. No dudó un solo momento pues, en pedir ayuda a aquel pobre
mendigo que en los años que fueron amigos, le demostró lo
inteligente que era.
Los
años ya se aposentaban sobre la iglesia, como lo hacían las
golondrinas, construyendo sus nidos entre las centenarias piedras
lamidas por el tiempo. Aquí mendigaba Alberto todos los domingos.
Para Mario fue fácil encontrarlo.
Mario
dio un poco de limosna, y Alberto lo reconoció. Tras explicarle el
plan, Alberto se imaginó como podría ser su vida si todo saliese
bien. Un portazo en las narices de sus padres, una muestra de como se
puede salir adelante a pesar de la “educación del miedo” que
recibió.
-¿Por
qué pensaste en mí? -preguntó Alberto.
-Porque
considero que eres una persona que no tienes nada que perder, pero
sí mucho que ganar.
Quizá
la realidad estuviera muy lejos de las suposiciones que rondaban en
la mente de Mario. No hubo dudas, no hubo miramientos ni rodeos.
Llegó el día y los dos se reunieron. Mario le tendió una pistola.
Alberto la cogió con mucho cuidado y con las manos temblorosas.
-¿Por
qué haces esto? -preguntó Alberto.
Mario
llegó a comprender la pregunta. Miró a Alberto. Era un pobre
mendigo empapado en sudor y angustia. Mario era por el contrario, un
empresario de éxito.
-Por
la adrenalina -respondió al fin.
Mario
explicó a continuación a Alberto el protocolo a seguir. Hizo sobre
todo hincapié en cuando debía usar el arma. Se montaron en el
coche. Alberto no se atrevía a hablar. Nunca había tenido tiempo de
ponerse a pensar si realmente existiría algún Dios. “Ojalá fuese
así” pensó, “pues él sabrá que hago esto para poder vivir”.
La verdad es que sin arrebato de amor se carece del sentimiento de lo
que es justo.
Alberto
quería saber, ¿era la primera vez que Mario hacía aquello? ¿Por
qué hay necesidad del mal si no es para la propia subsistencia? Y es
que Alberto, antes de conocer el daño que le estaban haciendo sus
padres, siempre soñó con una vida verdaderamente diferente al
infierno en el que vivía.
La
educación del miedo encubierto en caricias y deshonestas muestras de
apoyo, no funcionó con él. Sin creencias religiosas, sin
inclinaciones políticas, sin haber conocido el amor en su vida,
todos estos pensamientos se le venían a la cabeza cuando pensaba en
la educación que había recibido. Se sintió una persona totalmente
vacía en el momento en que el coche aparcó al lado del banco.
“Siempre
suele haber un machito, que intentará pararnos los pies en un
forcejeo cuando sembremos el pánico, es justo entonces cuando debes
disparar”. Esas fueron las últimas palabras del cabecilla.
Alberto
entró en el banco con el corazón en el mismo puño que la pistola.
Como si lo hubiera visto escrito en algún lugar, nada más entrar,
un hombre se tiró a las piernas de Mario derribándolo, Alberto
quedó paralizado unos instantes. Sabía perfectamente cuál era la
orden que debía cumplir.
Alberto
hizo lo que le fue ordenado. Aquella bala apartó la poca esperanza
que tenía su vida. Pues el reguero de sangre que allí discurría se
tradujo en la incertidumbre, y más tarde en el arrepentimiento. Vio
en blanco los naipes de su porvenir. Había matado un hombre.
Alberto
no pudo más. Dejó caer la pistola, sabiendo la que se le venía
encima. Mario le gritó que cogiera el arma, que estaba hecho, pues
ya les estaban cargando el dinero tras ver que las alarmas no
funcionaban.
Pero
no. Alberto sabía que no saldría de aquella. Salió por la puerta,
decidido a entregarse. Creyó que la sinceridad le daría una tregua
ante sus errores. Su padre no le explicó la falsedad de estos mitos.
Los
numerosos juicios siguientes hicieron que la voz del juez quedase
ligada a la verdad sobre el arrepentimiento. No se hubiera
arrepentido de haber salido de allí con Mario y el dinero. Sabía
que hizo lo correcto al entregarse, pero eso no le quitaba la culpa
de haber apretado el gatillo.
Pensaba
no tener nada que perder. Comprendió que no era así. Le quedaba
algo, que como decía su madre, es inherente en los hombres por el
simple hecho de haber nacido. La libertad. Pues ya no podría vivir
con la esperanza de un posible mejor mañana. Iba a ser ejecutado. Ni
sinceridad, ni arrepentimiento, ni ser una simple marioneta del
verdadero autor del crimen le sirvieron.
Qué
pude haber sido y qué no fui. Todo, esa era la verdad para Alberto,
todo. Se daba cuenta de que quizá no fuese una persona tan vacía
como pensaba. Estaba lleno de sueños e ilusiones, que al fin y al
cabo, era de lo que vivía.
No
quedaba ya ni siquiera ilusión de venganza, pues no sabía de quien
vengarse. De Mario, estaba claro que no. Le deseaba la mayor suerte,
aunque fuera el mismo Lucifer. De su padre, le seguía pareciendo la
maldad y el auténtico asesino de la víctima del crimen. Alberto
comprendía lo difícil que es que todo vaya contra uno mismo. Era él
el que iba contra el mundo
Que
su padre quisiese hacerse el duro, no era una excusa para educarle en
el miedo. Lo sentía en el fondo, pero no eran suficientes los
recuerdos buenos que tenía como para perdonar a su padre. No quedaba
esfuerzo que hacer. La decisión fue tomada, moriría con el odio por
dentro.
El
pacto quedó roto. Hacía años que él mismo se había prometido no
recordar su infancia, para no amargarse la vida. Pero en aquél
momento lo recordaba, lo que más. Una sola muestra sincera de apoyo,
eso era lo único que hubiera pedido. No eran suficientes los
recuerdo buenos que tenía de su padre como para perdonarle. “Uno
más, y equilibrarás la balanza”.
Encaminándose
cabizbajo hacia la sala de ejecución, dejando el corazón y el alma
en la celda para que permaneciesen para siempre en ese mundo que él
tradujo en un infierno, esperaba ver a su padre con alguna lágrima
en los ojos. “Estás a tiempo padre, con una lágrima o con una
sonrisa que me diga que el orgullo no es antónimo de humildad, que
para un hijo, la palabra orgullo puede significar el mayor regalo por
parte de un padre”, pensó.
No
fue así. El padre de Alberto lo miraba impasible, con la mano de su
mujer, cogida fuertemente. Era como si su padre no tuviese nada que
decirle, como si ya estuviera todo hecho. Vio entonces Alberto, a los
padres de la víctima, contentos con la justicia. “Deberían de
saber que el hombre que se sienta cerca de ellos es realmente quien
debería estar en mi lugar” pensó.
Días
más tarde, durante las tardes mudas en la casa de los progenitores
de Alberto, el padre contemplaba pensativo la carta que de tanta duda
empezaba a descomponerse. A pesar de que todo había ocurrido ya, no
podía quitarse de la cabeza la idea de que hubiera hecho mal en no
enviarla. Debería de convivir con esa incertidumbre que solo le
hacía mal.
-Maravillosas,
-le dijo su mujer, al verlo tan desquiciado junto a la carta- pero al
fin y al cabo, solo son simples palabras. No habrías conseguido
recuperar en tan pocas líneas lo que perdiste hace veinte años,
cuando marcaste a nuestro hijo con la señal del descontento. De
haberla enviado, nuestro hijo habría muerto creyéndote, además de
todo, un hipócrita.
Te
mentiría hijo si te dijese que esto no es una disculpa. Los años
han pasado y sabes perfectamente que el tiempo no cura, envenena. Ya
pasaron nuestros mejores momentos. Sinceridad, creo que me faltó
hijo. Apoyos que nos engañaban a ti y a mí. Creí que te hacía
bien, creí que te hacía bien hijo. Es de tontos creer que en estos
momentos lo que esperas son unas palabras del demonio que acabó con
tu vida. Pero es típico en los de mi condición querer exculparnos
en los últimos momentos. Creo que la sinceridad da una tregua ante
los errores, ¿no lo crees tú también?
Que
el homicidio sea algo secundario para ti. Fui yo quien lo maté. De
haberte enseñado a perdonar, nada hubiera ocurrido. ¿Tú madre lo
hacía verdad? Era ella quien te daba el cariño necesario que un
hijo necesita. Pero ahora me doy cuenta de que necesitabas las dos
partes. Hijo, tranquilo, tienes todo el derecho del mundo a odiarme
pero quiero que sepas que mi orgullo es para siempre.
(Ganador del concurso de Álvarez Cubero en categoría A)
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